Por naturaleza, todo tiene un inicio, así
como también todo tiene un final. En nuestro caso, el
Lupus apareció muy probablemente tras uno o varios hechos traumáticos, a nivel
muy inconsciente, que atacaron por la retaguardia nuestra autoestima. Un
desencadenante que nos llevó a perder la confianza en nosotros, que nos mostró la Vida como un
lugar poco seguro, nada confiable, y con el que se nos desmoronó nuestra
aparente estabilidad emocional. Algo en lo que nunca pensamos que sería capaz de desencadenar una enfermedad como la nuestra.
De hecho, me he atrevido a afirmar que fueron uno o varios sucesos los que nos marcaron e iniciaron el Lupus pero, en realidad, hemos forjado nuestra enfermedad de forma continuada y de manera inconsciente. Para entender esta afirmación tan cruda, te pido que pares un momento y reflexiones acerca de tu Vida antes de que el Lupus apareciera en escena. Personalmente, te voy a describir mis sensaciones, mis emociones.
Durante los años anteriores al diagnóstico,
mis niveles de autoconfianza habían mermado considerablemente. Aunque me
esforzaba por recubrir y asegurar mi persona con una férrea coraza, siempre
había un resquicio por dónde se colaba una palabra hiriente proveniente del
exterior, alguna crítica feroz, diversas envidias incomprensibles, multitud de miradas
que me atravesaban como balas o pensamientos sin demasiado fundamento que me
encargaba de construir para destruir mi “apacible” realidad. Sin saberlo,
estaba abonando un terreno que me acabaría generando el malestar y la
consiguiente enfermedad que apareció a posteriori. Durante muchos años, creí
que la realidad por la que estaba pasando era externa a mí pero, ¡qué
equivocada estaba! Durante todo este tiempo he estado mirando la Vida con ojos críticos,
temerosos, aprensivos, que más que anticiparme y/o protegerme de las amenazas
de la Vida, me han generado un estado de alerta constante con el que Vivir se
me hizo cuesta arriba.
Llegó un momento dónde la consigna que
enmarcaba mi Vida era: “No tengo fuerzas para cambiar la realidad que veo, no
merezco ser feliz, todo el mundo me odia, no sé hacer nada bien. Estoy a punto
de tirar la toalla”. Esos pensamientos eran la antesala de mi enfermedad. Fueron
el caldo de cultivo con los que mi Mente creyó que debía juzgar el panorama que
tenía alrededor y, por supuesto, definirme a mí misma como un ser inútil y sin
remedio al que se le estaba oscureciendo el futuro por momentos.
Y así fue como proyecté, a través de mi mente,
una película surrealista que me creí sin cuestionamiento alguno y que me llevó
a auto-atacarme sin piedad. Una situación que, sin duda, resulta muy gráfica si
paralelamente la ponemos al lado de una enfermedad autoinmune como es la
nuestra, ¿no creéis?
Al principio, todos creíamos que nos había caído una maldición al enterarnos de
que teníamos una afección de apellidos impronunciables: Eritematoso Sistémico. Que los Dioses se habían cebado con nosotros. Que nadie
tenía más mala suerte que la nuestra. Pero, compañeros de viaje, cuando sabemos
que nosotros somos hacedores, co-creadores y responsables de nuestra realidad,
no nos queda más remedio que coger las riendas de nuestra historia, deshacer la
madeja de creencias que hemos tejido a lo largo de estos años y construirnos
otro escenario en el que preparemos nuestra futura y total recuperación.
La Mente es un arma de doble filo que debe adiestrarse
con paciencia si no queremos caer en un pozo muy profundo. En las próximas
semanas, iremos viendo técnicas con las que aprenderemos a convertirla en nuestra aliada y mejor consejera. Aunque,
también os digo que para consejeros universales y leales están vuestros
corazones. Ellos nunca os fallarán.
Celebro que estés leyendo estas líneas, porque
eso querrá decir que, al igual que un mal día se te instaló la desesperanza en tu día a día, hoy se te
colará un rayito de Luz con el que te replantearás si realmente estás haciendo las
cosas tan bien como creías.